El buen café importa tanto como la compañía

El café importa tanto como la compañía. Por fortuna, en Honduras tenemos buen café, tanto que hasta compite entre los mejores del mundo.

Por lo general tomo el café sin azúcar, más por una cuestión de glucosa que de pericia, pero también he aprendido a distinguir de un buen café sin dulce tanto como de una amistad sin interés.

Y creo que así podría definir mi relación con el café, no me interesa más que disfrutarlo y, ¡vaya que los disfruto!

Pero no soy cafetero de toda la vida. Realmente por mi fe mormona no lo consumí durante la mayor parte de mi vida. Sin embargo, no sé qué tiene el periodismo que hace que la relación con el café valide el cliché.

En las salas de redacción nunca falta una jarra de café para que los periodistas puedan terminar -o comenzar- las jornadas frenéticas de un cierre. Bueno, hablo de redacciones impresas evidentemente, donde el periodismo se respira de otra forma.

Recuerdo particularmente la percoladora de doña Mary en la redacción del diario El Heraldo. Humilde…, no como las de Copeco, cumplidora, satisfactoria. No pasaban las tres de la tarde de cada día para comenzar a ver el desfile de tazas y «pocillos» en busca del líquido negro que devolvía sonrisas, calmaba dolores de cabeza o simplemente ayudaban a «rempujar» aquellas semitas tiesas que uno se podía encontrar en las pulperías cercanas de San Felipe o Loarque, según sean los años.

Claro, había entonces otros más «finos» -yo digo más bien solteros y jovencitos- que regresaban el camino con vasos de foam con logos de marcas que les daban además de estatus, variantes saborizadas del líquido.

Lo digo con propiedad porque por muchos años compré y probé varios tipos de café. De hecho, deberé de decir que con el tiempo aprendí a ser selectivo con el tipo de tostado más que la marca del vaso o la repostería.

Con el café tengo recuerdos de campiranas más bien. La radio Satélite en nuestra casa de «cuatro tablas» en un cerro de Tegucigalpa mientras mi mamá cerraba el zíper de su falta para irse a trabajar. Nuestra camisa cubayera de la escuela casi nunca podía irse invicta después de que aquel pedazo de lengua azucarada roja se partía entre el trayecto de la jeta y el pocillo de plástico con cara y barba de viejito que nos habían regalado en Navidad.

En el mejor de los casos, un pocillo de lata (metal) con tres o cuatro cachimbazos bien puestos entre la mesa y el suelo de cemento.

El café, además, me hace recordar mis pasos entre la clase obrera, las filas de hombres y mujeres en los cafés de «a peso» en los mercados, servidos en un vaso desechable color rojo o verde junto a un pan con mantequilla. O en el puesto de doña Mila en las noches cuando salía del Car Wash de la Kennedy en las noches de frío y cuyo calor me ayudaba a regresar al Hato paso a paso tras lavar vehículos durante todo el día.

De hecho, tengo más recuerdos de lucha y supervivencia con el café, que de momentos bohemios o intelectuales.

A mi esposa le pedí matrimonio mientras tomaba un café. Ese es un buen recuerdo. Otro día lo contaré.

Otro recuerdo muy gracioso, no es tomando café, sino cortando café. Visité un lugar llamado El Buen Pastor, Meambar, Comayagua, gracias a un compañero de colegio llamado Emerson Chirinos y su familia, y aunque el propósito del viaje, entre esas remotas montañas, no era realizar esa actividad, junto con otros amigos nos pusimos a hacerlo a cambio de que en aquel lejano 1999 nos pagaran la libra cortada a 40 centavos -quizá 70, no lo recuerdo bien- como a los cortadores profesionales de la zona.

Me puse un saco al costado y una «pana» en la cintura -si cabrones, tenía cintura- para empezar a cortar el fruto sin llevarse el «pitillo» (pedúnculo) o hacer la «guazaleada» de traerse los granos enteros para evitar que la planta se secara. Después de unas horas, tenía más picaduras de mosquito que granos de café cortados y para el final de la jornada, a la hora del pesaje, tenía una ganancia de 3.10 lempiras y carcajadas que duraron una semana en todo el pueblo.

Creo que todos tenemos muchas historias con el café. Y es bueno que Honduras se sienta orgullosa de su buen café, de sus estilos, tostados, sabores afrutados y que celebre como un gol de fútbol cada vez que nuestros granos, procesos o tazas se llevan premios de excelencia mundial.

Taza de café con granos a los lados como decoración. Foto: Gerson Gómez Rosa.

En estadísticas y proyecciones, las ventas de café hondureño de octubre a diciembre de 2021 sumaron 150 millones de dólares y según estimaciones del Ihcafé, para 2022 Honduras es el mayor productor de café en Centroamérica, por lo que espera exportar unos 7.5 millones de quintales del grano, por los que espera recibir unos 1.200 millones de dólares.

Ahora tengo un vaso térmico y mi café dura caliente hasta 10 horas mientras trabajo. La taza ya no se me cae -tan a menudo- pero la camisa la sigo manchando como si tuviera 10 años.

Valoro mucho el café de tiendas de conveniencia de gasolineras, sobre todo en algunos en los que puedo poner la cantidad exacta de café. Otras tantas, me paso por algunos cafés de emprendedores y me sirvo una buena taza sin agregarle nada para apreciarlo y en mis mañanas apreció el primer traguito de café, como dice Jorge Celedón, ahora más que nunca desde que practico el ayuno intermitente.

En mi casa uso Café Rubio, y cada vez que puedo, lo recomiendo e incluso lo mando fuera del país para abandere nuestro catálogo a nivel mundial.

Honduras debe aprovechar el auge o moda del café en el mundo para volverlo en su producto bandera. Más del 35 por ciento de la economía agropecuaria de Honduras, es decir, el 5% del PIB de Honduras, es gracias al café, según el Ihcafé.

Pero volviendo al inicio. Si bien la compañía importa tanto a la hora de tomar café -por la plática, por el momento, por el recuerdo-, también el café se vuelve la perfecta compañía.

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4 comentarios

  1. No soy gran cafetero pero leyendo tu relato, me dieron ganas de una buena taza de café y comprar uno diferenciado a las marcas normales acostumbradas por la isla.
    Éxitos GG.

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